viernes, 12 de enero de 2018

DENTRO DEL DESASTRE

El Instituto Prensa y Sociedad (IPYS), una organización no gubernamental de Venezuela que preconiza la libertad de expresión, ha hecho público su informe anual que no solo refresca el delicadísimo trance social que vive el país hermano sino que pone de relieve la auténtica tragedia que padece la mayoría del universo mediático del país.
Algunos datos estadísticos, en efecto, resultan demoledores. La revolución ha fracasado, la fractura social se prolonga, la escasez de recursos crece, las prestaciones de servicios son un acopio de tribulaciones, los precios, y por tanto, la inflación, crecen sin control, la criminalidad se extiende sin freno... Venezuela va al abismo -si no está ya- al galope tendido. No es de extrañar, por tanto, la desazón de un pueblo que no encuentra esperanza alguna con un régimen totalitario ni el éxodo que muchas familias han emprendido en busca de horizontes menos sombríos. Nadie se pregunta siquiera cuántos años harán falta para salir de ésta o recuperarse sino que se entona un desesperado sálvese quien pueda. Cuestión, pues, de supervivencia.
Pero nos ocupa el informe del IPYS que descubre la verdadera cara del sector de la comunicación y del ejercicio de la profesión periodística en Venezuela. Tan solo saber que el Gobierno de Nicolás Maduro ha invertido más de doscientos noventa mil millones de dólares -el triple que con Hugo Chávez- en publicidad y propaganda, “con el fin de discriminar a la prensa privada con tendencia crítica, fomentar la dependencia y forzar al ejericico de un periodismo cada vez menos incómodo para el poder”, pone los pelos como escarpias. El desgraciadamente célebre fondo de reptiles de otros Estados o de otros regímenes se queda corto con estas cifras. Se dirá que la revolución o el Gobierno, para cumplir el mandato del pueblo, para alcanzar los objetivos trazados, precisa de medios de comunicación capaces de interpretar el pensamiento o la ideología revolucionaria y por eso se les ayuda. Pero es una débil argumentación en cuanto menoscaba la libertad de expresión y el pluralismo, valores principales en una convivencia democrática.
El Gobierno, pretextando algo así como una tendenciosa manipulación, se niega a ofrecer datos y cifras de la evolución de la economía y de las finanzas públicas. Hay una obligación constitucional de presentar a la Asamblea Nacional Legislativa los presupuestos y los balances económicos pero allí, al incumplirla, se pone de relieve que no hay separación de poderes y que la fiscalización, por consiguiente, es un imposible. En la memoria quedan otros antecedentes, cuando el presidente Chávez prohibió a los periódicos publicar aquel “parte de guerra” que resumía semanalmente los crímenes, robos y otros delitos que se registraban los fines de semana.
Ejercer debe ser cada día más áspero, más arduo. Cuatro de cada diez periodistas venezolanos confiesa “haber recibido presiones oficiales para modificar un producto informativo en el que ellos han estado trabajando”, según el apartado de censura y autocensura elaborado por el IPYS. Otro tercio de los periodistas entrevistados admitió que “han existido órdenes de veto o retirada de la publicidad oficial por parte de los organismos del Estado”. Por supuesto, se persigue a y encarcela a reporteros y ciudadanos por expresar sus criterios u opiniones. El “poder mediático” del Gobierno ha crecido mediante la adquisición, a través de testaferros o empresarios interpuestos, de periódicos y medios audiovisuales. El inevitable cierre de cabeceras y señales se ha acentuado en 2017.
En suma, un desastre dentro del desastre. Un país que se arruina y sin rumbo: ni los medios, con estos considerandos, están en condiciones de esbozar un rayo de esperanza.

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