domingo, 10 de septiembre de 2017

RESPUESTA ESPERANZADORA

La respuesta fue mejor de lo esperado, tan habituados que estamos ya al desapego y a la indolencia, así los problemas sean serios y penetrantes. Y eso que las vísperas habían sido muy desalentadoras: durante la mañana que comparecían en una comisión dos consejeros del Gobierno, ocho personas contadas desplegaban una pancarta en el exterior del Parlamento y proferían algunos eslóganes alusivos mientras apenas diez, registradas, seguían la transmisión, vía streaming, de la citada comparecencia. Entre tanto, responsables políticos se entretenían para ofrecer una versión inédita del pleito interinsular. Lo de siempre, pensamos para nuestros adentros: ni las incógnitas ni los posibles riesgos para la salud, “hasta el mar que nos abraza”, incentivan el ánimo de la gente, estimulan la voz de la calle siquiera para que los responsables ganen conciencia y sensibilidad.
Pero no: las calles de Santa Cruz, desde la plaza Weyler a la de España, se poblaron al mediodía del sábado de personas que no se resignan, que piensan en estas y en las generaciones futuras, que saben que este problema hay que atajarlo y que tienen derecho tanto a saber qué ha pasado y cómo deben conducirse como a exigir explicaciones y soluciones de los poderes públicos responsables. Lo de menos es el debate numérico: lo importante es que la manifestación convocada por la Asamblea en Defensa de Nuestra Tierra tuvo una respuesta que desbordó las previsiones de los previstos operativos de seguimiento. O sea, que por unas horas se rompió la soga gruesa de la pasividad y la indolencia, esa que ata el proceder de los canarios, hartos ya de estar hartos (con permiso del poeta), incrédulos o escépticos con casi todo aquello que les afecta, pues para eso tienen frases recurrentes a mano: ¡Qué suerte vivir aquí!
En los primeros días de agosto, apenas conocidos los datos aportados por la formación 'Podemos Sí se puede' (con ellos empezó todo), escribimos que el pueblo tinerfeño se merecía una explicación. Su denuncia, sin exageraciones, desvelaba una auténtica calamidad pública: cincuenta y siete millones de litros de agua sin depurar se vierten al mar diariamente. Eran datos avalados por la viceconsejería de Medio Ambiente del Gobierno de Canarias y la Universidad de La Laguna. A ese volumen, habría que añadir, según un censo disponible, ciento setenta puntos de la geografía insular donde se vierten aguas residuales, de los cuales ciento veinte carecen de autorización para hacerlo. Esto implica, decíamos, que en la isla solo se vierten algo más de dos millones de litros de agua correctamente procesada, mientras que el noventa y seis por ciento del total incumple la directiva europea que rige en este ámbito. Por supuesto que muy preocupante. Otras islas padecen situaciones similares.
Luego vinieron las manchas de cianobacterias, algunas playas cerradas, el desconcierto, las alarmas atenuadas por el estío, las inhibiciones, los silencios y la errática política informativa gubernamental, informes y estudios científicos y, para que nada faltare, la deriva de la polémica pública de responsables institucionales. Hasta que, sin apoyos mediáticos ni publicitarios, esa asamblea intitulada para defender la tierra tan descuidada y tan destrozada tomó la iniciativa para llamar la atención del personal y hacerle ver que si el rumbo no se corrige, vamos proa al desastre. Porque ni marisco va a quedar. Ha sido, ojalá, una respuesta esperanzadora de cientos de personas sensibilizadas.
La otra respuesta, la fehaciente de administraciones competentes y compañías especializadas, las que cuidan -un suponer- de ciclos integrales de agua, de tratamientos y depuración de residuales, de redes de saneamiento, está tardando. Porque lo dicho: el pueblo se merece una explicación creíble de lo que está pasando, de las consecuencias y lo que hay que hacer en el futuro para frenar el agravamiento de esta situación.

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