martes, 12 de enero de 2016

LAS PIEDRAS TIENEN QUIEN LAS ESCUCHE

El documental es, sencillamente, un acto de justicia. Justicia de reconocimiento social a un portuense insigne, a uno de los portuenses más importantes del siglo XX y de comienzos del XXI. La sala 'Timanfaya', llena. Jaime Coello, nieto, empeñado desde la sobriedad, en remarcar el mensaje del abuelo. David Baute, director del documental, orgulloso de su obra sin confesarlo. El silencio de la sala -solo interrumpido con los aplausos del final de la proyección- que se podía cortar con cualquiera de las piedras que eran escuchadas por Telesforo Bravo (1913-2002) a lo largo de todo un compromiso pegado -pero pegado, ¡eh!- a la Naturaleza, con mayúsculas, su vida  y el medio, allí donde nunca faltaron energías para estudiar e investigar, para contrastar que nada más hermoso y edificante que transitar por los inacabables caminos de la geología y del saber científico.

         El Puerto de la Cruz no se había portado bien con Telesforo Bravo hasta que la fundación que lleva su nombre se empeñó en este impresionante testimonio cinematográfico que rinde tributo a su memoria, a su vida y a su obra. Fue proyectado en dos sesiones el pasado domingo, acaso el mejor remate de las celebraciones navideñas, año nuevo y Reyes. Un verdadero regalo para quienes pulsaron su sabiduría y para quienes, sin conocerle directamente, especialmente las generaciones más jóvenes, ya saben de una referencia que se puede estudiar y contrastar en los ochenta minutos de un documental que responde a la sana ambición de perpetuar el compromiso de Bravo.

         Su familia, su juventud, sus vicisitudes, sus viajes, sus experiencias, sus incursiones, su humildad, su socarronería, sus descubrimientos, la admiración de colegas y compañeros, sus fotografías, sus diapositivas, su apego a la ciudad que le vio nacer, sus afanes… David Baute hace de esta producción de la Fundación CajaCanarias y Tinglado Film una recreación de lo que significó el eminente científico para la naturaleza canaria, tan maltratada, y a la que él defendió sin reservas y sin alharacas, simplemente poniendo lo que había que poner. Hay escenas entrañables y hay efectos sobrecogedores: las palabras del catedrático lagunero, su dedicación, el empeño, la figura del naturalista militante en medio de la impresionante paisajística, de las islas o de Irán, de las entrañas donde se alumbra el agua, sus predicciones… van desgranándose convenientemente secuenciadas entre testimonios de familiares y colegas que describen su personalidad humana y científica.

         La sala se llenó de un aplauso atronador cuando sobre la pantalla aparecieron los títulos de crédito. Abandonamos el recinto con la impresión de que, por fin, se había hecho justicia con el hombre que escuchaba a las piedras, con el viejo profesor al que siempre agradeceremos aquel sabio consejo, transmitido personalmente, para evitar la instalación de un teleférico que uniese La Paz con Martiánez por la agresión a la construcción basáltica y por el impacto visual de muy dudosa estética. El mismo catedrático que una madrugada, tras haber temblado la isla, fue capaz de tranquilizar a la población en las ondas radiofónicas  cuando ya se habían desatado las primeras escenas de histeria.

         Salimos de allí tan emocionados como los alumnos que volvieron a sentirse como tales y como los profesores y los trabajadores del campo o del subsuelo que, en el documental, opinaron con el debido y sincero rigor sobre quien no merecía el olvido.

         Las piedras, ahora, ya saben que siempre les quedará Telesforo Bravo.


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