lunes, 12 de octubre de 2015

UNIVERSALIZAR LOS VALORES

(A Carmen Cruz Ruiz, cuya ausencia lamentamos y cuyo restablecimiento deseamos)

Allí empezó todo. Allí se fraguó todo. El barranco, el fuerte, el campito, las plataneras, la foguetería... El territorio de la memoria estaba expedito para que Juan Cruz Ruiz hiciera un periplo diferente, junto a quienes le siguen en artículos y novelas, retornando a los orígenes que mostraba recordando con milimétrica precisión. El tiempo ha pasado, claro, pero aquellas escenas, aquellas voces, aquel ambiente se conservan imborrables. Como los primeros ingresos por rellenar cohetes y el papel de chico de los mandados, a la venta o a la casa de algún vecino. Como el ruido de la escorrentía y como el silencio que predominaba en el barrio que crecía desordenadamente al margen del desarrollismo turístico operado en otros sectores del municipio.
         Quienes acudieron a la cita conocieron la Calle Nueva, el nexo entre San Antonio y La Vera. La calle ciega (sin salida) de la casa familiar, acaso por eso denominada Malteveo. Contrastaron su humildad y su proximidad, la personalidad de quien habla de infancia y adolescencia como muy pocos podrían hacerlo. Las ancianas del lugar pasaban y se paraban y le decían ¡Juanillo! “Aquí estoy, mandándome un rollo” que unos escuchaban embelesados mientras otros tomaban nota y más de uno descubría, en riguroso directo, las esencias del periodista y del escritor, un relato que -es lo bueno- suena siempre a primera vez.
         Allí estaba todo. Todo lo de entonces. Hasta los restos de aquel poema, 'If', escrito en la fachada de la casa, subido a un taburete y borrado con las uñas. Nunca imaginó Kipling aquella resucitación. Era la casa del calzado rudimentario para ir a jugar al campito; de las noches interminables con los remedios caseros elaborados por la sabiduría materna; de la radio para escuchar todo lo que se podía entonces y sancionar personalmente la sintaxis; de la caja del dinero que el padre no sabía dónde guardaba; del 125, que no era un modelo de utilitario sino los tres dígitos de un modelo de teléfono antediluviano que necesariamente pasaba por la centralita y desde  el que rompió la virginidad del género de la entrevista para convertirse, como no podía ser de otro modo, en imborrable; del patio; de los primeros libros devorados con fruición; de los suecos en la foto y del comedor donde Carmela, ausente por un quebranto de salud, servía incomprensiblemente al mismo tiempo el pescado y la carne.
         Aquel era el núcleo, el fértil y ubérrimo territorio de la memoria, donde el escritor portuense estaba en su salsa, explicando con minuciosa precisión las vivencias y las experiencias, retrotrayéndose al pretérito perfecto, del que habla sin reservas, como si aun quedaran vericuetos que atravesar. Y plasmar.
         Todo sigue siendo familiar e intimista en aquel territorio pero hay que reconocer al escritor portuense que haya agradecido con emotividad el acompañamiento y haya universalizado tales valores en su escritura, tan realista y tan asequible a su vez para la imaginación interpretativa. Este fue un viaje, un recorrido diferente. Lo hizo como sabe: con lucidez y sin regatear un solo episodio.

         Si todos tenemos un pasado, que Cruz se enorgullezca del suyo es natural.   

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