sábado, 23 de agosto de 2014

LLANTO POR EL PATRIMONIO COMÚN

“Al final lloraremos por la pérdida de valores patrimoniales”, titula uno de sus últimos trabajos Melecio Hernández Pérez, investigador y estudioso del Puerto de la Cruz, siempre atento a sus antecedentes históricos, algunos de los cuales hemos conocido precisamente gracias a su labor. Por lo tanto, no es sobrevenida esa querencia de Melecio por hechos tan controvertidos como es el derribo del muro de san Telmo, el más reciente ejemplo de la destrucción del patrimonio social, histórico y arquitectónico de la ciudad. Melecio escribe desde su sensibilidad comprometida y del conocimiento que le reporta haber vivido en las inmediaciones de ese rincón de la geografía urbana, de haber indagado en los testimonios que le han dado vida y de haber participado activamente en la defensa de aquellos valores que constituyen la personalidad urbanística misma de una ciudad.
         A fin de cuentas, Melecio Hernández Pérez hace lo que cualquier portuense debería cuando aquellos lugares de la infancia o juventud, de las andanzas y del disfrute común, de la confortabilidad modesta y accesible a todas las clases sociales, se ven amenazados por la mano destructiva o especuladora, capaz de aniquilar todos esos valores que los portuenses han ido haciendo suyos. No solo es haber convivido con ellos sino haberse identificado, incluso ‘transgeneracionalmente’. Y como tampoco se puede poner en cuestión su progresismo, su respaldo a los avances sociales, su respeto y tolerancia con las concepciones modernistas del urbanismo y de las infraestructuras, resulta que sus opiniones, sencillamente, siempre deben ser consideradas.
         Ese trabajo al que hacíamos referencia al principio, aparecido en canariascnnews.com, pone de relieve la inquietud de Hernández con respecto a un problema que se agrava: la cantidad de casas antiguas y solariegas que, por distintas causas, van cayendo en el más absoluto de los abandonos, de modo que, en su conjunto, ofrecen una estampa de desidia difícilmente recuperable hasta configurar una estampa de obsolescencia descuidada de la ciudad, cuyos indudables encantos se ven de esa forma ensombrecidos hasta adquirir casi -o sin casi- una visión fantasmagórica.
         Para los propietarios se trata de una difícil papeleta. Son edificaciones poco funcionales, ideadas para otras épocas y otras costumbres o usos sociales. Además, dadas las características tanto internas como exteriores, de muy difícil mantenimiento. El hallazgo de usos alternativos (casas u hoteles rurales, museos o centros socioculturales) depende no solo de la iniciativa privada sino de las facilidades o condiciones que pueda brindar la Administración pública.
         El caso es que el abandono, la incapacidad o la impotencia tampoco son un refugio en el que dejar pasar el tiempo mientras se despintan las paredes, se hunden las techumbres, se deterioran los patios y se degradan las dependencias interiores… Eso obliga a una inversión costosa si se quiere rehabilitar.
         Y no se trata de que las administraciones -es evidente que la local, en solitario, poco podría hacer- resuelvan la papeleta o arreglen la casa a los propietarios. Pero sin su aportación, en forma de planes de ordenación y de protección y de programas específicos de recuperación, difícilmente se podrá avanzar en un objetivo muy concreto: preservar el patrimonio urbanístico, conservar valores patrimoniales que son un bien común. A ver qué consignan los programas electorales de las formaciones políticas en esta materia -independiente de la perentoriedad de viviendas sociales- ahora que está próxima una nueva cita con las urnas.
         Melecio advierte mientras tanto: “Al final lloraremos por la pérdida de valores patrimoniales”. Cuanta verdad.





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