miércoles, 19 de marzo de 2014

DILEMA SIN BENEFICIO

Algunos productos televisivos basaron su éxito en contar las intimidades de personajes famosos o populares. Con el pretexto de su condición pública, no escaparon políticos, empresarios, artistas y profesionales de toda laya, algunos de los cuales se prestaron sin demasiadas reservas, probablemente también por motivos económicos. Con el tiempo, cuando la cosa empezó a resultar molesta, cuando los empleados de los medios acudían a aeropuertos y otros recintos, o montaban guardia -como lo leen- en el exterior de lugares de actuación y de los propios domicilios, es decir, cuando se configuraba un claro acoso en busca de la imagen o del testimonio, empezó una deserción colectiva y se sucedió juna negativa generalizada. Los reporteros comprendieron que su labor era cada vez más difícil y sufrieron todo tipo de desplantes. Directores y editores -muy exigentes siempre con los anteriores, por cierto- se dieron cuenta de que la fórmula se agotaba, por muchos antídotos que administraran, incluidos los derivados de la utilización de los potentes recursos de los propios medios en contra de quienes se negaban a “colaborar”, simplemente con un silencio.
            Cuando se materializó esa actitud, alguno de esos productos incursionó con su misma gente, con sus habituales intervinientes, o sea, con quienes sabían y contaban lo de los demás. Hurgaron en sus intimidades, desvelaron vivencias y sucesos, se acusaron mutuamente de cualquiera de sus comportamientos, pasados o presentes, cuestionaron sus capacidades de comunicación y, en fin, se reprocharon todo lo que estaba a su alcance, incluso lo que cobraban. Ya no era periodismo a lo que se jugaba, ya no era información lo que se buscaba: aquello degeneró en un espectáculo circense -con vaivenes de todo tipo- en el que poco importaban la dignidad o los principios de los intervinientes.
            La periodista y escritora Elvira Lindo analizaba días pasados en el diario El País la evolución de las redes sociales desde su misma experiencia en ellas. Y a propósito del acoso que a duras penas soportan los famosos en cualquier parte del planeta, terminaba señalando que “hay un público que se ha aliado con el peor periodismo para vulnerar las normas de privacidad”. Es cierto, por mucha “telebasura” de la que se hable. Llámese morbo, curiosidad, cotilleo o afán incontenible de saber lo que ocurre con quienes se mueven en las esferas de la popularidad, está claro que los índices de audiencia revelan que ese género, mal llamado del corazón, interesa y atrae. Entonces, se produce ese pacto no escrito para abundar en las debilidades humanas, para desnudarlas. Al precio que sea, aunque haya que saltarse normas, la Constitución incluida. Y si vienen pleitos, ya veremos cómo se las arreglan los abogados y hasta dónde llega la laxitud y la interpretación de los jueces.
            Claro que Elvira Lindo advierte. Así como hay un “peor periodismo”, existe también el “periodismo serio que antes tenía claras sus fronteras éticas y ahora las rompe apelando a una libertad de información y expresión que deja a los personajes públicos cabreados y desprotegidos”. Surge así un dilema sin beneficio. Habría que añadir que la competencia, la necesidad de ganar audiencias, influyen mucho en ese sentido. Y así se difuminan esos límites fronterizos.
            Entre otras razones, porque, como apunta la citada autora, quienes padecen ese acoso o ese sufrimiento, por desenvolverse en el ámbito de lo público, ya lo llevan en el sueldo.


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