lunes, 25 de noviembre de 2013

LACRA PREOCUPANTE

La crónica de sucesos se sigue nutriendo de agresiones a mujeres y crímenes que las tienen como víctimas, de modo que estamos lejos de acabar con un problema convertido en lacra: todos los intentos para crear una nueva cultura, para eliminar un comportamiento reprobable e indignante, flaquean cada vez que se produce uno de esos casos espeluznantes en que la mujer, y también en algunos casos sus descendientes, padece la peor parte. Está claro que hay que perseverar en las acciones para crear culturas y códigos de conducta sustancialmente diferentes, que nada tengan que ver con respuestas violentas o soluciones radicales que solo contribuirán a agravar cualquier situación y a fortalecer la imagen negativa de una sociedad que a estas alturas del siglo continúa sufriendo algo más que un déficit social, sobre todo porque no encuentra la manera de enjugarlo.
            Nadie dijo que iba a ser fácil, de acuerdo, pero la lacra no sutura, no es un  hecho aislado, reaparece en cualquier lugar, se ceba con personas vulnerables y en circunstancias caracterizadas a menudo por la debilidad y las carencias. Acaso sea esa la esencia del problema: en el origen de toda violencia machista está la desigualdad, seguro, y es ésta la que hay que erradicar. La desigualdad se ha transformado en un desafío generacional. En ese objetivo, la sociedad debe estar unida, su respuesta tiene que ser contundente con una sólida convicción y con una disponibilidad de recursos que sirvan para poner fin a tan lamentables y penosos episodios.
            Por eso, no es exagerado hablar de una rebelión ética contra la violencia y el machismo criminal. Si a la desigualdad aludida se unen el maltrato y la discriminación hacia las mujeres, nos encontramos con una realidad ante la que no se puede permanecer impasible ni en actitud resignada o conformista. Esa rebelión ética debe tener como divisa el respeto mutuo de modo que sea posible la convivencia en un espacio de libertad y autonomía, que sea ejemplar y en el que los comportamientos violentos no tengan cabida. Si las leyes y las medidas aprobadas o puestas en marcha hasta hoy han sido insuficientes, hay que madurarlas y avanzar en su aspecto cultural y preventivo. Si no, todos los valores y todos los principios éticos, todos los proyectos comunes y todos los esfuerzos en este ámbito saltarán hechos añicos.

            Más de setecientas mujeres asesinadas en nuestro país en los últimos diez años. La cifra es escalofriante. Flaquear en la lucha para acabar con la lacra -está comprobado que hay menos denuncias, luego la violencia queda intramuros- es la peor de las restricciones y de las insensibilidades que se puede transmitir desde las administraciones públicas. La sociedad tiene que estar percibiendo señales claras de lo importante que es prevenir, educar e integrar. Queda la esperanza de que las organizaciones de mujeres y otros agentes sociales que han abrazado esta causa no van a decaer.

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