jueves, 27 de junio de 2013

PREFERENTES EN CALZONCILLOS

Algo más que llamar la atención.
No, no era el minuto de gloria.
Más que un gesto y más una pose.
Acaso un testimonio desgarrador que entremezclaba rabia e impotencia.
Era el canto postrero de rebeldía improductiva.
Las llamaban preferentes, un producto bancario en el que el hombre volcó los esfuerzos, los ahorros de toda una vida, unos cincuenta mil euros.
Las preferentes tenían más de indecentes. Cuando fue a reclamar lo suyo ante el director que las había vendido, ya se había fugado.
No tuvo reparo siquiera en su condición de invidente. No vio lo que firmaba, claro. Pero sí se lo habrán leído, un suponer.
No, eso sería demasiada honestidad, un acto preventivo: fue otro engaño. Un dolo, un fraude, un abuso pues. De la bondad, de la ingenuidad, de la ignorancia.
Por ello, ese canto postrero tenía más valor. Era una imagen para la posteridad, nunca mejor empleado. La posteridad de un problema que se atreven a tratar de resolver con anuncios publicitarios en los que se dice que entre todos hemos saneado el sector bancario. ¡Quién dijo escrúpulos!
El canto postrero en calzoncillos. “Así me han dejado”, exclamaba el ciego. Se lo decía allí, ante su cara, ante el rostro avergonzado ¿avergonzado? De quienes respondían, de alguna manera, del desaguisado en la España del latrocinio impune. El hombre invidente no necesitó ayuda: se desvistió en solitario, para mayor escarnio de banqueros y ejecutivos que habían colocado, por si las moscas, personal de seguridad en el escenario. Le habían dejado en calzoncillos y él lo explicitó de forma tan gráfica.
Nunca se vio una protesta tan gráfica en medio del desespero. Nadie de la entidad se acercó a pedirle perdón. ¿Perdón? Pero ¿conocerán ese vocablo quienes han hecho gala de tanta insensibilidad?
Para la historia ha quedado esa determinación. Hasta curiosidad se siente por saber cómo recogió el hecho el secretario de actas de la Junta General y cómo la ha reflejado. Si lo hizo tal cual lo hemos visto en televisión, dentro de cien años, los historiadores tendrán un excelente material para tratar de explicar que un español invidente, al que su banco le hizo perder cincuenta mil euros, se tuvo que desnudar delante de los rectores y de otros afectados para decir lo que sentía.
Nunca una estafa -para colmo, cometida en el marco de algo sustantivado como preferente- encontró reacción más diáfana. El hombre no sacó un arma, no intentó agredir, no insultó, no cometió escrache… Nada. Se limitó a quedarse en calzoncillos.
Nada, tranquilos… Puede que los responsables sigan riéndose y cuenten el hecho como una anécdota. Y es probable que los historiadores, dentro de un siglo, hablen de enajenación mental transitoria.
Que alguien deje constancia: por millones de euros evaporados.


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