martes, 8 de enero de 2013

NO SOLO SUELDO DE EDILES


Pasados los festejos, hay que poner manos a la obra de la reforma de la Administración Local, frenada en las últimas fechas del pasado año después de generosas expectativas que hacían presagiar si no lo mejor, al menos un acuerdo de máximos entre el Gobierno, la oposición y la representación institucional de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP). No ha fracturado la negociación pero los socialistas han hecho saber que, con el último documento enviado por los populares, aún mantienen distancias que no hacen vislumbrar un entendimiento total o definitivo.
            El caso es que unos y otros, prácticamente todos, incluso los alcaldes de otras formaciones políticas, convergen a la hora de señalar que, tal como evoluciona la crisis, es indispensable afrontar, con voluntad de sostenibilidad, una profunda y racional reforma administrativa en el ámbito local que ha visto cómo a lo largo de los últimos se han multiplicado los problemas, no sólo los de la financiación.
            Estos, unidos a una nueva delimitación de competencias, son, de hecho, los principales obstáculos para el entendimiento. Las partes, por otro lado, han de tener muy presente que la causa común en la que trabajan debe preservar los principios de autonomía que fortalezcan el propio tejido municipal y no debiliten las conquistas y las estructuras que han ido ganando desde abril de 1979, cuando se celebraron las primeras elecciones locales tras la reinstauración de la democracia.
            Se trata, en efecto, de encontrar nuevas fórmulas que permitan apreciar a los ciudadanos la eficacia y la utilidad de su centro de poder político más cercano. Son los propios munícipes quienes empiezan a dudar de tales cualidades, tal es el grado de merma de recursos y restricciones presupuestarias que se ha alcanzado a lo largo de los últimos años, el límite prácticamente para garantizar prestaciones básicas. Eso también ha influido, quiérase o no, en la desafección y en el descrédito que se han extendido entre la ciudadanía a la hora de relacionarse y mantener la credibilidad en la política.
            El municipalismo es consciente de este rechazo, a menudo exteriorizado demagógicamente, pero en el que late un fondo de descontento hacia al mantenimiento de ciertas estructuras públicas o hacia el régimen retributivo de alcaldes y concejales. Pero ojo, esa repulsa, en algunas casos comprensible, no debe ser interpretada o aprovechada para ir menguando libertades, conquistas y hasta representaciones democráticas. Esa austeridad en la que tanto se insiste, y que tanto se quiere aplicar en la esfera político-administrativa, no debe significar restricciones que hagan peligrar la propia calidad del sistema pluralista y de convivencia política. Cuidado, porque ahí puede llegarse a unas arenas movedizas de las que no sería fácil salir. Podrá ser el terreno más cómodo y hasta más deseable para determinada ideología o fuerza política pero, a la larga, el más gravoso y el más pernicioso para el sistema.
            De ahí que si hay que se deba seguir hablando del sueldo de ediles con absoluta transparencia porque es posible un consenso -es previsible un desmarque de los nacionalistas si con él mantienen un pulso- aun cuando haya diversidad de factores poblacionales o presupuestarios para alcanzar el acuerdo. Pero tal es la demanda de austeridad que llega desde la sociedad, que bastaría un gesto simbólico de los principales partidos para sosegar. Porque eso no va a resolver las carencias financieras de las corporaciones pero ayudaría a superar los abusos y a sobrellevar las quejas.
            Quejas que no son las únicas. Hay que dedicar atención también, por ejemplo, a las tentadoras privatizaciones de servicios prestados por las administraciones locales. Que entiendan los ciudadanos que está muy bien que sus representantes, dedicados por entero a la función pública, dispongan de unas retribuciones ajustadas a los tiempos que corren; pero que no es menos preocupante lo que tendrán que pagar en conceptos como atenciones a las toxicomanías, las dependencias, las asistenciales o los servicios socioculturales en caso de que sean gestionados de forma indirecta, entre otras razones porque privatizar no entraña mayor calidad ni eficiencia en la prestación.
            En fin, estas cuestiones, así como el papel de las mancomunidades como alternativa a la reducción/fusión de municipios, y la disminución del número de concejales en los consistorios, hacen pensar que la negociación será aún costosa y que hay ámbitos donde consensuar será un ejercicio que requiere, además de generosidad, la visión de futuro que propicie un régimen local moderno, estable y eficaz. 

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