viernes, 9 de noviembre de 2012

EN BUSCA DEL DEBATE PERDIDO

Érase una vez un pueblo en el que todo se debatía. Cuando se consumó la reinstauración de la democracia, los hábitos de contrastar ideas, criterios y opiniones -con otros esquemas y otros cauces, naturalmente- hicieron pensar que se avanzaba a buen ritmo y que se maduraba como era deseable. No importaba el desnivel intelectual o de formación e información que lógicamente se daba entre muchos sujetos activos: casi todos expresaban su parecer o rebatían el de terceros. La política, naturalmente, influía poderosamente: eran nuevos tiempos en los que, de alguna forma, se ponía a prueba la inquietud y la sensibilidad ante los problemas del pueblo.


Se debatía, por ejemplo, sobre la presencia en las calles de la policía local, especialmente los fines de semana. Que si era insuficiente, que si no atendía adecuadamente las demandas de la población. Se polemizaba en torno al horario de los espacios polideportivos. Que si no cubría las necesidades de los usuarios. Rompieron el cristal de un colegio y aún no lo han arreglado, fíjate tú, con los riesgos que comporta para el alumnado. Que si el asunto termina siendo objeto de tratamiento en el pleno de la corporación. Y así sucesivamente…

El caso es que esa efervescencia, ese espíritu debatiente, han ido menguando hasta casi desaparecer. Es como, si por ensalmo, se hubieran evaporado las ganas, el ánimo… y, sobre todo, las ideas. Más que otra víctima de la crisis, pues ya se advertían síntomas antes de que ésta se llevara por delante tantas cosas, el debate feneció desvalido, sin que nadie le echara una mano, sin que hubiera un cataplasma de última hora para auxiliarlo y revitalizarlo. Es como si ese pueblo estuviera anestesiado y toda su jovialidad, su dinámica social, su tradicional tolerancia y sus ganas quedaran adormecidas, a la espera no se sabe muy bien si de algún revulsivo para reverdecer laureles o para seguir latiendo con el auge de otrora.

Es que ni siquiera los agentes sociales más llamados a interpretar un papel en ese contexto estaban por la labor. En sentido contrario al de las situaciones reseñadas anteriormente, ahora podía hablarse de incremento de tasas y tributos sin que las voces de rechazo o protesta pudieran ser percibidas con nitidez de lo bajas y distorsionadas que emitían. Ni siquiera la anarquía palpable en la ocupación de la vía pública suscitaba una polémica de esas de andar por la plaza. El colmo, seguramente, quedaba establecido en que la Administración cobraba una tasa por un servicio que no prestaba y apenas un colectivo vecinal era el que se quejaba públicamente.

Claro que el pueblo empezó a perder su identidad. Resignarse, conformarse sin más, era una mala y preocupante señal. Se quebrantaba uno de los factores que le distinguían y reflejaban su estado de salud. Empezó a dejar de ser un pueblo socialmente avanzado, pese a que las redes sociales y su imparable desarrollo, merced al empleo de nuevas tecnologías de comunicación, sembraron semillas de nuevos modos de opinar.

El caso es que las nuevas generaciones aún tienen que demostrar que pueden restaurar, a su modo y en el espacio virtual, el debate perdido. Se han lanzado en su busca pero como que no terminan de encontrar el camino adecuado. Aunque suene a obviedad aplastante, es esencial para la democracia, el pluralismo y la libertad de expresión.

(Publicado en Tangentes, número 52, noviembre 2012)


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