lunes, 22 de octubre de 2012

POR SIEMPRE, GILBERTO

Estábamos en casa, en larga sobremesa, junto a Manolo Torres, cuando sonó el teléfono. La voz grave de Francisco Gómez, jefe de la policía local, previno la mala noticia:


-Sé que era muy amigo tuyo. Ha fallecido Gilberto Hernández, el Orejas. Un paro cardíaco. Estaba solo en la casa. Le han encontrado tirado en el suelo. Ya han levantado el cadáver.

Claro que nos quedamos impactados, casi sin hablar, apenas balbuceando esas primeras torpes preguntas que se hacen cuando sucede un hecho de estos, tan inesperado. Gómez quedó en ofrecernos más información sobre el sepelio, tan pronto la suministraran.

La tarde de aquel sábado ya no fue igual, naturalmente. Empezamos a evocar episodios y anécdotas, algunas vividas o presenciadas en primera persona. Por supuesto que nos unía una muy buena relación amistosa, desde que uno era un niño e iba al socaire de aquel singular y aventurero personaje que granjeó popularidad a base de situaciones insólitas, osadas y hasta esperpénticas que desbordaron el imaginario portuense. La tarde de aquel sábado: a partir de ahí la ciudad ya no fue igual sin Gilberto. Se quedó huérfana. Ya no le teníamos físicamente a mano para recordar y contrastar momentos extraordinarios, para hablar de auténticas hazañas en las que se entremezclaban desparpajo y arrojo y para analizar, casi siempre con un acento de sarcasmo, el devenir de la vida local.

Se cumplen hoy ocho años de aquella tarde entristecida por tan sensible pérdida, aunque suene a frase tópica. Quedaba pendiente esta glosa de aquella personalidad que cautivó a tanta gente. Y hoy queremos saldar una suerte de deuda. Isaac Gilberto Hernández Linares, que ese era su nombre completo, merece ser recordado, que para eso tiene su sitio en el friso popular de los portuenses destacados, en donde lo situó la tradición oral que, por múltiples razones, también va mermando.

De Gilberto se cuentan decenas y decenas de historias, unas más veraces que otras. Fue el mentor principal del Festival Internacional de Aeronáutica que llevaba el nombre de la ciudad. Tras su muerte, no fue posible darle continuidad. Vivía, prácticamente, para esa cita anual de las Fiestas de Julio que llegó a superar las veinte ediciones. El afán emprendedor del Orejas hizo posible un auténtico acercamiento cívico-militar con esa convocatoria. Sólo su atrevimiento hacía que cristalizara algo más que la colaboración de las Fuerzas Armadas en un acontecimiento que congregaba a miles de personas, primero en el campo El Peñón y luego en los terrenos que algún día albergarán un parque marítimo o una infraestructura similar. Gilberto Hernández se trabajó eso a base de bien, de entusiasmo y de voluntarismo que a veces chocaba con decisiones técnicas y de seguridad que él asimilaba y procuraba sortear con su buen humor y sus dotes de mando. Que las tenía, ¡eh!, que las tenía.

Le gustaba lo militar, era una de sus grandes pasiones. Le vimos entrar en Capitanía como si de un jefe o mando se tratara. Disfrutaba contando algunas peripecias, a veces deformadas. A su boda, el primer matrimonio civil oficiado en el Ayuntamiento del Puerto de la Cruz por el entonces alcalde, Félix Real González, asistió el que en aquellos momentos era Capitán General de Canarias, Antonio José Romero Alés, acompañado de su ayudante, el teniente coronel Márquez.

Pero Gilberto Hernández fue promotor de otros acontecimientos populares, como yincanas (antes gymkhanas) de motos y automovilísticas, carrozas de Carnaval (inolvidable Bola del mundo), cabalgatas de distintos festejos, bandas de tambores y cornetas y hasta colectivos de gigantes y cabezudos. Llegó a formar un equipo de fútbol aficionado, Cariocas, vestido de negro, en cuya alineación titular se reservó una plaza fichando el cupo justo de jugadores.

Su anecdotario es tan rico que podría escribirse un libro con numerosas vivencias y situaciones. El tono con que hablaba y luego las contaba era una de las peculiaridades. Era un tono inconfundible, entre lo autoritario y lo desenfadado. Persuadió a un compañero para que se presentara en su lugar en un examen de griego de bachillerato que fue calificado con un diez. Llamó “industria” al pequeño establecimiento de compra venta de motocicletas y repuestos que regentó durante varios años en la calle Agustín de Bethencourt. Su “Humber” beis, matrícula TF 9497, sirvió hasta para bodas y recorrió los vericuetos de la isla. Estuvo vinculado a la Cruz Roja local y condujo sus ambulancias en múltiples ocasiones. Creó una categoría laboral cuando se incorporó al sector turístico:

-¿De qué estás trabajando, Gilberto?-, le preguntaban

-De director de noche, nené-, respondía ufano.

Fue el gran animador de las interminables tertulias nocturnas que concentraban a tantos jóvenes en los años sesenta y setenta en el antiguo Dinámico y en la plaza del Charco.

-Pongan las fundas a las palmeras-, esa era su sarcástica señal para levantarse. O esta otra: “Un cigarrito más y nos vamos”.

Llegó a poseer dos potentes motos BMW. En su casa, guardaba una auténtica colección de barcos, miniaturas, motores y aviones de aeromodelismo, con algunos de los cuales inició el aprendizaje de vuelo circular y control remoto. Era muy celoso con todas las piezas y apenas dejaba tocarlas. Fundó el Club de Aeromodelismo Peñón.

La aviación era su diversión (¿o algo más?) preferida. Se relacionó estrechamente con el Aeroclub Tenerife. No fue un aviador frustrado: llegó a pilotar aparatos. Cada vez que alguno sobrevolaba el cielo portuense, había una frase común e identificativa:

-¡Ahí va Gilberto!

Cuentan que arriesgaba en los vuelos rasantes, tal es así que en cierta ocasión practicó uno sobre el campo de fútbol de modo que un espectador que seguía el juego desde un balcón cercano se lanzó a la calle y algunos jugadores se echaron literalmente sobre la cancha de tierra. Otra de las hazañas que se le atribuyen es que cuando autoridades civiles y militares inspeccionaban obras en la playa de Martiánez, voló tan bajo que algunas de ellas se tiraron sobre la arena. Al aterrizar en Los Rodeos, le esperaba la Guardia Civil. Hay quien dice que en ese momento le fue retirada la licencia de vuelo. Otros sostienen que jamás la llegó a poseer. Lo cierto es que poco a poco dejó de practicar, lo que no obstó para que en discusiones sobre materia aeronáutica siempre tuviera un criterio casi de experto.

Otra anécdota, ya estando jubilado. Una noche, tomando fresco en el muelle como tenía por norma, le cayó encima una mujer. Literalmente. El y otro amigo sufrieron lesiones de consideración que requirieron de su hospitalización. Menos mal que las ramas de unos árboles amortiguaron la caída, según él mismo explicaba.

A Gilberto Hernández, una auténtica leyenda urbana, personaje fantasioso, atento y servicial del que se podría escribir mucho más, se le perdonaban sus desplantes y algunas ironías "cargadas de bombo", acaso por ese tono inconfundible.

Su corazón generoso dejó de latir hace ya ocho años. Y uno ha venido ahora a saldar la merecida glosa. Ahora, sí: por siempre Gilberto.



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