jueves, 20 de septiembre de 2012

MONSTRUOS

Nacen, crecen, se extienden y… Por lo general, no se sabe cómo. Pero se van expandiendo, ocupan espacios, se codean, influyen, inspiran temor, ambicionan, no se detienen, su proceso vital los impulsa y les exige, insaciables, quieren más y más, se revuelven, subyugan, se olvidan del bien, necesitan de fullerías y malas artes, no se detienen, favorecidos por la impunidad se mueven en cualquier terreno, sus códigos éticos (¿eso qué es?) son los que imponen porque sí, con lo que haga falta…


Son los monstruos, los que podemos encontrar en cualquier lado, paridos, vaya usted a saber, por un afán de protagonismo, por una cuestión de supervivencia, por haberse desenvuelto con habilidades en el terreno de la mediocridad, por saberse aprovechar de la subcultura y de la estulticia… Surgen allí donde hay circunstancias favorables y se consolidan a medida que van moldeando el espacio que ocupan.

Los monstruos habitan cualquier planeta, se adaptan. Aunque tengan que hacer uso de doble y triple personalidad. Los hay de todas clases: no tienen que ser grandiosos ni deformes ni gordos ni cabezudos… Es más, si pasan por invisibles, mejor. Que se sepa que existen pero si el personal no les ve físicamente, estupendo. En la empresa, en la política, en el sindicalismo, en la órbita mediática, en la entidad, en el barrio, en el deporte, en lo lúdico… En la sociedad misma. Ahí están.

Son raros especímenes los que surgen para aprender, para ayudar y para ser útiles. Los que van probando con modestia, los que saben estar, los que se conducen con sensatez, los que, pese a su limitada base intelectual, se comportan con rigor, ganan experiencia y maduran, convirtiéndose en factótum allí donde les han dejado evolucionar. Apenas tienen otras aspiraciones que un reconocimiento pero éste les llega a duras penas.

Abundan más los que tienen instintos malévolos, los depredadores, los que medran sin rubor, los que tienen ambiciones ilimitadas, los insaciables. Son los destructivos, inoculados por el virus de la envidia, de lo nocivo, de la mendacidad y la trapacería. Necesitan alimentarse de sus propias fechorías. No les importa engañar ni manipular. Aprietan hasta el límite. Y no se les ocurra -ni por compromiso- satisfacer temporal o coyunturalmente sus apetencias: se volverán en su contra, apenas den media vuelta o quieran desmarcarse de sus métodos chantajistas. Lo peor es cuando acumulan algún poder: los reyes del mambo se quedan cortos a su lado. Exprimen hasta la extorsión. Todo vale con tal de someter.

Se hacen a sí mismos aunque hay creadores. En realidad, aunque de forma inconsciente, es la propia sociedad la que los pare y fabrica. Al principio, les ríen las gracias, les siguen el juego, las cosas de, les aplauden, son jaleados… Y van haciendo el mal, claro. Intimidan, socavan, lastran, hacen daño… Guardan rencor, no reparan en gastos, les da igual la familia y los allegados de terceros. Son conscientes de ello, aunque no lo parezca. Si acumulan algún poder, a ver quién los frena. Y si encontraran aristas públicas para recrearse, entonces ya, el paroxismo. Cuando el personal se da cuenta, quizás sea demasiado tarde. Por supuesto, ya hay mucho daño hecho.

“El sueño de la razón produce monstruos”, se titula uno de los grabados más conocidos de Francisco de Goya. Pues es como si la sociedad se hubiera echado a dormir para que hayan surgido y sigan campando. Claro, encuentran terreno abonado, un caldo de cultivo que les favorece. Luego, hay que estar activos para que fenezcan solos, para aislarles, para que se autodestruyan, con sus limitaciones y su falta de sustancia. Suele suceder: la mejor terapia es la indiferencia, no hacerles caso, como si no existieran porque ni siquiera combatirlos desde el Estado de derecho, si fuera menester, garantiza su liquidación.

En cualquier caso, mejor que tengamos presente al enciclopedista francés Diderot: “La indiferencia hace sabios; y la insensibilidad, monstruos”.

(Publicado en Tangentes, número 50, septiembre 2012).


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