lunes, 23 de abril de 2012

EL MÉDICO DE LOS HUMILDES

Atento, meticuloso, servicial, diligente… Así era Salvador Pérez Luz, el médico de los pobres o el médico de los humildes, como popularmente era conocido en la capital tinerfeña -donde tiene una calle rotulada a su nombre- y en otras localidades de la isla, desde donde los pacientes acudían a su consulta en el barrio del Toscal, la que compartió durante muchos años con su padre, José Pérez Trujillo, de quien heredó todos los valores de la medicina social y humanista, la que se practicaba con un inigualable sentido de la cercanía y con un alto compromiso de atender las penurias de los enfermos que a menudo precisaban de unas palabras de aliento antes que unas prescripciones facultativas.


El verso machadiano, ‘en el buen sentido de la palabra, bueno’, se cumplió al pie de la letra en la personalidad del profesional que estudió en Cádiz y que hizo de su carrera un modelo de servicio a los demás, a los más necesitados, principalmente con la asistencia en los propios domicilios de los enfermos.

Otros rasgos de su compromiso: no cobraba la consulta o la visita o sólo recibía a cambio una cantidad módica, hecho que le costó algún disgusto con el colegio profesional. Y aún más: consciente de las limitaciones de muchos pacientes y familiares, recetaba productos de precio reducido o regalaba las muestras que le dejaban los agentes comerciales y visitadores de los laboratorios.

Era un fervoroso católico practicante y siempre acudía a la cita de las celebraciones religiosas, principalmente las del Cristo de La Laguna y Tacoronte. Hasta hace muy pocos años hacía el recorrido de la procesión del Gran Poder de Dios en su domingo de las Fiestas de Julio portuenses, cuando llevaba la contabilidad de las ruedas de fuegos artificiales y comentaba su resultado comparándolo con el de años anteriores.

En días invernales se enfundaba una boina negra que remataba su permanente modesto atuendo. La misma gabardina durante años, para el fútbol, para el sepelio de algún conocido. Se esmeraba en el uso del fonendoscopio y en la toma de tensión arterial, como si quisiera que el paciente percibiera una señal de tranquilidad. Se decía que verle entrar en la casa ya producía un síntoma de mejoría. Hablaba deprisa, a veces hasta hacerse difícilmente inteligible, pero dedicaba el tiempo necesario para escuchar los testimonios de las dolencias y las evoluciones de sus propios tratamientos. Ahí radicaron los principios y los secretos de su prestación humanista de la medicina, la que abrazó con su misma fe religiosa en un ejercicio de coherencia que le hizo granjear el respeto y el afecto de miles de personas.

Ayer dijo adiós el médico de los humildes. Por todas esas cualidades será recordado siempre.

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