lunes, 13 de febrero de 2012

TALÓN DE AQUILES

‘Delendum est Garzón’, permitan el latinajo para glosar el gran suceso de la semana pasada, la sentencia del Tribunal Supremo (TS) condenatoria del juez Garzón, que ‘debía ser destruido’, parafraseando a Catón quien resumía, en su célebre pensamiento, todo el odio que Roma profesaba a Cartago. A la espera de las otras dos resoluciones de su procesamiento y de los recursos que seguro van a ser presentados para agotar todas las vías que en derecho le asistan, otra frase histórica, ‘Consummatum est’, por ahora la materialización de una suerte, ‘todo está cumplido’, que, en el contexto de los considerandos, era la que podía aguardarse.

Por supuesto, el máximo respeto a la decisión del TS, faltaría más. Hasta la unanimidad que la sustenta la hace más respetable. De la solidez de la misma hablan profesionales del derecho y de la judicatura. Pero algún talón de Aquiles debía tener y entre tantas opiniones como hemos leído y escuchado, hay un hecho que nos ha llamado la atención, por si el alcance de la sentencia llega a la mismísima nulidad de las actuaciones -es previsible que los abogados de los encausados por Gürtel esgriman el argumento para pedir su absolución- y entonces asistiríamos a la más insólita evaporación de una presunta trama de corrupción política.

¿Qué ha pasado, se ha tenido en cuenta el parecer del ministerio fiscal? Recordemos que era absolutorio. Tras la lectura de la sentencia y la consulta de algunas fuentes jurídicas, se desprende que no sólo no refuta la tesis de la fiscalía sino que ¡ni siquiera la menciona! Y hay que preguntarse, claro, si eso es normal. Es tan improbable la omisión por olvido como ignorar que las apreciaciones del fiscal vienen respaldadas, en casos como el que nos ocupa, por el resto de los fiscales del Tribunal Supremo. De ahí la pregunta.

El ministerio fiscal ha hecho otra interpretación de los hechos, vale. Entonces, si la jurisprudencia sobre la prevaricación de los jueces exige absoluta colisión de la actuación judicial con la norma aplicada al caso, de forma que no se puede explicar de manera razonable, aquí cabe colegir que algo ha fallado. Es decir, no hay prevaricación cuando el asunto sea discutible. Al pie de la letra jurisprudencial, con el talón de Aquiles aludido, aún a costa de arriesgar mucho, se puede opinar que la prevaricación es, cuando menos, cuestionable. Es una mera apreciación, no más, seguro que rebatible pero que brota al calor de la flagrante y llamativa omisión que ha significado en este caso la solicitud de la fiscalía del TS, el cuerpo de élite de esa carrera.

Como quiera que sea, la inhabilitación es firme y recurrible. Tal determinación, ya se ha visto, ha generado toda suerte de críticas y descalificaciones, algunas tan gruesas que tanto el Consejo General del Poder Judicial como el propio Tribunal Supremo han tenido que manifestarse públicamente pidiendo respeto. Han hecho bien. Pero debían haber procedido de la misma manera cuando el propio juez Garzón ha sido vituperado y vilipendiado desde algunos altavoces, políticos y mediáticos, que no han regateado dicterios para ponerle en evidencia. Una fisura del corporativismo.

Pero las instituciones y los órganos judiciales sabían que la lluvia de críticas, las reacciones populares y un malestar creciente eran inevitables. Claro que la imagen de la justicia se sigue deteriorando. No hay más que ver los primeros ecos que llegan de la mismísima Organización de Naciones Unidas (ONU) y de un rotativo poco sospechoso, ‘New York Times’, que, en una pieza editorial, a propósito de la causa de las víctimas del franquismo, concluye: “Procesar a Garzón es una ofensa a la justicia y a la historia”.

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