viernes, 8 de abril de 2011

ECONOMÍA SUMERGIDA

Un estudio de cuatro profesores de la Universidad Rey Juan Carlos, publicado en el último número de “Cuadernos de Información Económica”, de la Fundación de la Cajas de Ahorros (Funcas), arrojaba un dato revelador: la economía sumergida en España significa en torno al 17% del Producto Interior Bruto (PIB). Si se tiene en cuenta que en el período 1989-2008 el volumen de la economía oficial medida por el PIB se ha más que duplicado y que la economía sumergida, en el mismo cómputo de tiempo, se ha multiplicado por cuatro, está claro que los niveles de esta economía en nuestro país son preocupantes dados sus efectos en principios básicos de la productividad como la equidad, la eficiencia y la competencia. Entendamos la economía sumergida como la que escapa al control de Hacienda. Desde el momento en que el Estado no recaude todo lo que podría, ya estamos hablando de un lastre. Y el problema es que crece para dar pie a una disyuntiva: atajar el fraude fiscal o atacar, hasta su erradicación, las posibles causas de esa economía que no se registra o que no aflora. Independientemente de las connotaciones sociológicas, es evidente que hay una cultura que propende a aprovecharse de vacíos legales en determinadas actividades, de otras que siendo legales no se declaran, de la evasión de impuestos, de la doble contabilidad y de los trabajos sin facturar. Todo eso, unido a la percepción de que se pagan demasiados impuestos o que éstos se administran mal (cuántas veces hemos escuchado la frase “para que lo malgaste el Estado o el Ayuntamiento, yo no pago”) desemboca en amplísimas lagunas donde predomina la oscuridad y a donde se quiere llegar amparándose, además, en el hecho de que todo el mundo lo practica en el marco de una notable impunidad. El estudio de Funcas señala que en nuestro país, durante el período aludido, la economía sumergida genera una merma de ingresos fiscales que llegó a superar los treinta y dos mil millones de euros anuales de media, lo que supone entre el 5,4 y el 5,6% del PIB oficial. Estas cantidades ponen al descubierto los efectos a los que hicimos referencia: por un lado, en el supuesto de que todas las actividades económicas estuvieran sometidas a fiscalidad y asumiendo que la recaudación fiscal no experimentase variación, la presión fiscal bajaría casi cinco puntos porcentuales, nada menos. Y por otra parte, el empleo. Sea cual sea el procedimiento de estimación de la economía sumergida que se utilice, los autores de este trabajo destacan que el empleo sumergido ha crecido de forma espectacular, situándose en unos cuatro millones al término de los datos computados. Los autores, por cierto, explican que esta cifra no implica que exista otra equivalente de personas que realizan su actividad laboral al margen de la economía oficial ya que puede ocurrir que algunas o muchas de ellas trabajen tanto en el ámbito de la economía sumergida como de la oficial. El caso es que el Gobierno tiene que afrontar con valentía y coraje política la solución de este problema y sus derivados, incluso para dar consistencia a sus medidas de ajuste, tan bien ponderadas en el extranjero. El ministro de Trabajo llegó a hablar de un plan para aflorar este dañino tipo de economía. La flexibilización de la cotización a trabajadores autónomos, la simplificación de las declaraciones a Hacienda, poner negro sobre blanco los réditos de actividades alegales e incluso delictivas (no puede ocurrir que los ingresos por prostitución o tráfico y comercialización de estupefacientes sigan siendo opacos) y agilizar los procedimientos de cruce de datos derivados de información financiera, información fiscal e información laboral de los declarantes, deben ser tenidos en cuenta a la hora de aprobarse ese plan que sirva, al menos, para mitigar los perniciosos efectos sobre el corpus económico de un país al que aún quedan por experimentar cambios sustanciosos si es que quiere mejorar su competitividad. En otras palabras, o se corrige y se emerge o seguirán ahondando las profundidades hasta que se produzca el cataclismo.

(Publicado en Tangentes, número 34, abril 2011)

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