lunes, 12 de julio de 2010

NO DIGAS QUE FUE UN SUEÑO

Pidamos prestado el título a Terenci Moix. No digas que fue un sueño fue la novela con que ganó el Premio Planeta, una novela de amor que arranca de una situación de intenso dramatismo, una creación literaria sobre todas las fases del amor, enmarcada en un período histórico apasionante.

España, campeona del mundo: después de aquella brillantísima fase de clasificación y después de su trayectoria en Sudáfrica, no digas que fue un sueño. Porque hasta eso, hasta el tropiezo inicial frente a Suiza hizo humano y posible el éxito español.

No fue un sueño todo lo posterior: despachar a Honduras; la motivación extra frente a Chile y pasar como primeros de grupo; doblegar una vez a Eduardo, el portero portugués; perforar el hormigón guaraní; exhibirse ante la Alemania que había pasado por encima de Inglaterra y Argentina y ganar la final a Holanda, en la prórroga.

Jugando bien, sobre todo, el día de Alemania, una final anticipada que hizo al mundo balompédico rendirse a la evidencia. El juego español no tiene parangón hoy en día: la filosofía del toque, del pase y repase, del desmarque, del fútbol control, hasta que llegue la ocasión clara. Una porfía futbolística que amasó Aragonés y que continuó Del Bosque, ambos fabricando sobre la bases de una excepcional generación de futbolistas.

No digas que fue un sueño: nunca tantas banderas nacionales y colgaduras, nunca tan emocionantes los acordes del himno, nunca tantas mujeres atraídas por el fútbol, nunca tanta unión ante un hecho deportivo de masas… Gol de España, grito de pueblo. Una catarsis.

España ganó a Holanda con justicia. Era la tercera final de la selección neerlandesa. Guardaba una lógica expectativa. Pero así como Alemania salió demasiado timorata y no tuvo capacidad de reacción frente a los campeones, Holanda equivocó los preliminares, calentando demasiado el ambiente y apelando a los agravios históricos. Sus jugadores salieron motivados con exceso y brillaron más desde la agresividad que con la creación balompédica. Apenas pudieron lucir ésta en un par de contragolpes.

Fue el partido más difícil de ganar, sin duda. España anduvo incómoda. Para colmo, el colegiado inglés Howard Webb rozó la calamidad. Fue lo peor del partido, no estuvo a la altura de la final. Su generosa contemporización echó a perder parte del espectáculo. Es un árbitro respetado, como todos los ingleses, pero condescendió excesivamente, estuvo cobarde y en algunas apreciaciones hasta falto de reflejos. Cuando expulsó a Heitinga, ya debió haber mostrado cartulina roja a De Jong, autor de la entrada posiblemente más salvaje del campeonato.

La emoción compensó la falta de buen juego. Casillas acreditó que no es gratuita esa consideración de mejor arquero del mundo. Su colega, Stekelenburg, también hizo un par de intervenciones meritorias. Los holandeses generaron inquietud en un par de contraataques, cuando dispusieron de espacios para las entregas de Sjneider y las penetraciones de Robben.

Ah, los espacios. La tensión y la propia actitud de la selección naranja no propició el funcionamiento habitual del eje español. Así, Villa anduvo demasiado solo y propendió al individualismo. Pedro no tuvo el concurso que frente a Alemania y su movimiento entre líneas estuvo mejor controlado por un equipo empeñado en taponar y destruir, a la espera de la efectividad de alguna contra.

La prórroga era cuestión de acierto y resistencia. España siguió ambicionando el triunfo con fe. Torres volvía a salir en una prueba de generosidad infinita por parte de Del Bosque. Holanda quería el alargue para los penalties, mucho más cuando se quedó con diez en la cancha, la factura de su agresividad, de su juego al límite. Y la fe tuvo premio: antes de lesionarse, Torres centró al área en un contrataque velocísimo a aquella altura del partido, su centro fue despejado en corto para que Fábregas viese a la derecha a Iniesta. Por el carril del 8 entró y controló el manchego: quienes estaban sentados se levantaron; los locutores anticiparon su grito: el disparo cruzado de Iniesta no pudo ser despejado por el meta holandés.

Gol de España, grito de pueblo. La locura desatada. Inútil e injustificada protesta de algunos jugadores de los Países Bajos que sabían que apenas quedaba tiempo. Lágrimas y emoción incontenibles. Júbilo indescriptible. Frenesí en el palco, en las gradas, en las plazas y calles de un país que vibró y ahora se sabe potencia futbolística y potencia deportiva.

No digas que fue un sueño. El drama de Terenci, el arrebato de Cleopatra y Marco Antonio, trocaba en Johannesburgo en una feliz e imborrable realidad. La historia tenía ya un nuevo capítulo.

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