lunes, 11 de enero de 2010

OCUPACION DE VIA PUBLICA

Puede presumir el Puerto de la Cruz, entre otras cosas, de contar con las primeras vías peatonales adaptadas. En los últimos años del régimen preconstitucional, ya hubo unas primeras actuaciones. Luego, en los primeros mandatos de los ayuntamientos democráticos, las ofertas programáticas de los progresistas estaban inspiradas en la humanización de las ciudades y de los espacios urbanos. Ahí se fraguaba la apuesta por la reducción de vehículos en los centros y cascos de las ciudades: se quería que primara el peatón o el viandante sobre los coches. La apuesta cuajó en una progresiva adaptación peatonal de vías -mal llamada ‘peatonalización’-, al principio aceptada con algunos rechazos, pero, a la larga, deseada por casi todo el mundo. Tan sólo con poder pasear o caminar sin ruidos ni contaminación ni riesgos de locomoción, se ganaba considerablemente en calidad de vida.

En el caso concreto del Puerto de la Cruz, la transformación significó que las cafeterías, bares y restaurantes localizados en algunas de esas vías empezaran a ocupar el espacio público más próximo. Eso sirvió de ejemplo para que otros promotores abriesen establecimientos similares con la misma idea de aprovechamiento de ese espacio. Tiendas, bazares, oficinas de cambio, agencias de alquiler de vehículos…, sus titulares se lanzaron a una suerte de ampliación de negocio, en algunos casos hasta el punto de que las dimensiones ocupadas en la calle con expositores y demás eran superiores a las del propio local.

El hecho venía favorecido por la carencia de una ordenanza reguladora. Se cometieron abusos, claro. El vacío propiciaba un crecimiento desproporcionado y una clara vulneración del espíritu que inspiraba la adaptación peatonal que no era otro sino propiciar el paseo cómodo y seguro en una ciudad a la que se venía a disfrutar y descansar.

Había que poner manos a la obra de una regulación y distintos gobiernos locales se esmeraron en ello. La medida ya no gustaba tanto. Y eso que se orientaba a la consecución de unas coordenadas apropiadas para todos, consecuentes con la filosofía de las peatonales.

La regulación se plasmaba en ordenanzas, claro. Se determinaban cuáles eran las zonas y las vías cuyo dominio público se podía ocupar, se ajustaban las superficies según ubicación, longitud de fachadas y fondo de calle. Y hasta se establecía un máximo de mesas y sillas, además de las tasas que por éstos y otros conceptos habrían de abonar los interesados.

Sobre el papel, bien. Pero la praxis devino insuficiente y complicada. Por distintas razones, pero, principalmente, por no hacerse un seguimiento policial adecuado, de manera que impidiera los excesos y las extralimitaciones, en palabras llanas, para evitar que aquel que tuviera licencia para cuatro mesas y dieciséis sillas, hasta casi triplicara lo permitido.

Y también porque los responsables administrativos condescendieron demasiado y los correspondientes expedientes durmieron, por lo general, el sueño de los justos. Conclusión: una jungla, una proliferación desordenada, una dificultad evidente para transitar en muchos casos, alguno con evidente riesgo físico. O sea: del idílico paseo a la movilidad insegura palpada en cualquier zoco.

Algunos de los elementos señalados (ordenanzas obsoletas, falta de seguimiento, incumplimientos administrativos, laxitud, abusos…) siguen vigentes en nuestros días. El Puerto es una ciudad para caminar: son cientos, miles de personas las que, principalmente los fines de semana, circulan por nuestras calles. Pero los factores mencionados dificultan el paseo o lo hacen menos plácido. Ejercen una cierta presión. Lo que son las cosas: en una época, los coches; ahora, el mobiliario, las pizarras anunciadoras, los percheros y los expositores.

En efecto, en la actualidad, recorrer algunas vías y avenidas ha perdido cierto encanto. Significa, sin exageración, sortear obstáculos. De nuevo, el vacío, la vista gorda y la impunidad. No es para presumir, desde luego, pero en los tiempos que ocupamos la alcaldía, nos opusimos rotundamente a que determinadas avenidas de Martiánez fuesen ocupadas: para no restar espacios a los peatones y para no incrementar riesgos de inseguridad. Años después, viendo los excesos, estas razones parecen importar poco o nada. Así va degenerando la cosa, hasta que sea incontrolable del todo y cuando quiera ponerse remedio, resultará imposible.

Una lástima. Y no digan que sin solución: voluntad política, primero; e indicaciones adecuadas de seguimiento ejecutivo (policial y administrativo) después, valdrían para lograr mejores resultados que los actuales, incluidos para los empresarios. Ganaríamos todos.

Pero parece que eso, ganar colectivamente, no interesa.

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