lunes, 28 de diciembre de 2009

PLAN CONTROVERTIDO

“El urbanismo es pacto”, definió en cierta ocasión un destacado munícipe tinerfeño a la hora de explicar la búsqueda de las soluciones a las diferencias y a los obstáculos que, en esa materia, surgían cada vez con más asiduidad en cualquier localidad, ya dispusiera o no de Plan General o de otros instrumentos de planeamiento.

Pacto entendido como anticipo de acuerdo, forma de entendimiento, de encuentro entre el promotor y la Administración responsable, respetuosa, naturalmente, con la legalidad y con la protección o defensa de los intereses generales. Es una forma que, en todo caso, exigía generosidad por ambas partes y transparencia, mucha transparencia, de modo que se pudiera contrastar que el pacto ni era lesivo ni significaba contravenciones ni beneficiaba descaradamente a alguna de ellas, generando, de paso, todas las conjeturas y suspicacias imaginables.

Es difícil alcanzar un pacto en algo tan serio y complejo como es un Plan General de Ordenación pero sus mentores deben intentarlo. Es lo que no parece estar ocurriendo en el Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, una institución sacudida en el presente mandato por convulsiones de todo tipo que han mermado el prestigio y la seriedad ante una ciudadanía que, en términos generales, viene desde hace tiempo acusando indiferencia y hasta indolencia ante las decisiones que provienen del consistorio.

A un Plan General hay que darle rango de ley y no sólo ha de trazar viales o determinar alturas y edificabilidad sino que ha de diseñar o contener un modelo de ciudad o de municipio, de modo que prevea crecimientos poblacionales y desarrollos sociológicos o de sectores productivos. Infraestructuras, dotaciones, operaciones singulares y ordenanzas especiales son, entre otros, figuras y componentes decisivos en una herramienta esencial -impregnada de la necesaria flexibilidad- para el crecimiento de la ciudad -especialmente en barrios o núcleos emergentes- y para la propia estabilidad jurídica de quienes deseen desarrollar en ella las actuaciones urbanísticas que conciban y preparen.

Es una herramienta para el futuro y, por tanto, requiere altura de miras y una visión generosa que impliquen amplias capacidades de información y participación, no sólo de particulares o colectivos vecinales directamente afectados por alguna previsión sino de entidades y colegios profesionales cuyo criterio teórico debe también ser tenido en cuenta.
La controversia suscitada en las vísperas de la aprobación del Plan no parece que satisfaga plenamente esas aspiraciones. Al contrario, algunos episodios, aunque terminen resultando anecdóticos, ponen de relieve que el Plan va a nacer malparido de modo que se vaticine una trayectoria muy alterada hasta su aprobación definitiva. Lejos están los consensos primordiales para que el documento final tenga bases de aceptación no sólo técnica sino social y política que lo hagan creíble y viable.

Algo han logrado, desde luego, los más críticos: que el asunto no sea una polémica política más, de esas que se apagan paulatinamente y terminan perdidas en la memoria con las dosis de inutilidad que ya sabemos. Y en este sentido, habrá que medir bien las consecuencias del tiempo o de la oportunidad escogida para su tramitación. Mucho habrán valorado la decisión los responsables, conscientes, sin duda, de que cuanto más cerca del final del mandato, mayor será la “revoltura” y, por tanto, más fresca la memoria de la ciudadanía cuando sea llamada a las urnas y conserve a flor de piel el teórico malestar que le han producido determinadas previsiones urbanísticas y los teóricamente beneficiados.

Los empecinamientos, en este aspecto, no son buenos consejeros. Ahí tienen los antecedentes de Tacoronte. La gente, en Santa Cruz, como en otros muchos puntos de Canarias, está sensible después de gobiernos repetidos dominados por la rutina que es verdaderamente estéril cuando hay que afrontar palabras mayores como son las de un Plan General.

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